Cuando dejé de creer en Dios, vagué por los desiertos de la consciencia, buscando una rama de la cual asirme y no soltar, perdido en las noches eternas de lamentos que se alzaban al cielo reclamando por las certezas negadas y las riquezas no poseídas. En penumbra mi mente sedienta de fama andaba apenas con disciplina implacable, siguiendo el dogma tallado en la piedra que quien no lo cumpla termina en el infierno y quien al pie lo tomé le espera un bien eterno. Cuando dejé de creer en Dios, en mi corazón había crecido el terror al fuego y mis pensamientos se independizaban del cuerpo; formaban un ente externo repleto de ideas, pecados, bondad y malicia capaz de ruines fechorías entremezcladas con benevolencia. Andaba independiente de la cabeza, el monigote de carne que me constituye: un autómata convencido y permisivo con todo ánimo en la azotea. Cuando dejé de creer en Dios, escuché la tímida voz que me acompaña en la ventura e infortunio. La esencia mas pura de la singularidad hu...