Cuando dejé de creer en Dios, vagué por los desiertos de la consciencia, buscando una rama de la cual asirme y no soltar, perdido en las noches eternas de lamentos que se alzaban al cielo reclamando por las certezas negadas y las riquezas no poseídas. En penumbra mi mente sedienta de fama andaba apenas con disciplina implacable, siguiendo el dogma tallado en la piedra que quien no lo cumpla termina en el infierno y quien al pie lo tomé le espera un bien eterno.
Cuando dejé de creer en Dios, en
mi corazón había crecido el terror al fuego y mis pensamientos se
independizaban del cuerpo; formaban un ente externo repleto de ideas, pecados,
bondad y malicia capaz de ruines fechorías entremezcladas con benevolencia.
Andaba independiente de la cabeza, el monigote de carne que me constituye: un autómata
convencido y permisivo con todo ánimo en la azotea.
Cuando dejé de creer en Dios,
escuché la tímida voz que me acompaña en la ventura e infortunio. La esencia
mas pura de la singularidad humana, esa que niego por no enfrentarla. Un hilo de
aliento apenas de brutalidad sincera que me encaraba después de una vida oculto
por el miedo al juicio divino. Esa voz, cruda y sagrada, desnuda ante mí, era la
consciencia de mi existencia que me abrazaba con una suerte imparcial.
Cuando dejé de creer en Dios, miré
los ojos del prójimo apreciando el reflejo de las ansias y el hambre, la necesidad
de trascendencia y bienestar. Acólitos en la empresa de la vida, discrepantes
en apariencia, pero con el mismo deseo de dicha y aunque erráticos, andábamos a
tientas, intentando subsistir siendo en lo más profundo las obreras de la misma
colmena.
Cuando dejé de creer en Dios, las
corrientes encontraron el cauce, converguieron internas intenciones en la dirección espiral que guía a la salida. Las pasiones apagaron los deseos
de fútiles recompensas que incrementan la sed. El contento de apreciar la caricia
de la brisa restituyó la calamidad en prosperidad.
Cuando dejé de creer en Dios,
aprendí a agradecer su paso por mi vida como la abuela que abraza y guía los
primeros tientos, con amor puro y desinteresado, hasta que se hace efectiva la
naturaleza del devenir, cesando y resurgiendo en el cíclico proceso de la
existencia. La fe transmutó en la fuerte convicción de la atención y la
libertad de sustituir los estáticos decálogos por el amor profundo y sincero en
beneficio de todos los seres.
Cuando dejé de creer en Dios, entendí
su mensaje de amor libre de culpa, sin infiernos en el subsuelo o paraísos en el cielo y entendí su palabra
compasiva sin crucifixión o violencia que nublará lo esencial. Conocí el sabor
de la libertad aceptando el demonio inevitable del sufrimiento, la flor que se
marchitará y la dependencia a cada instante en el símbolo de la iridiscente
consciencia plena.
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